De pequeño Otto pensaba que los coches tenían cara. El efecto de mirar a un coche de frente, con sus faros, su radiador (o lo que fuese), su capó y el resto de marcas provocaba en mi imaginación una necesidad de humanizarlo. Había coches sonrientes, antipáticos, inocentes, algunos incluso un poco lloricas. Bonachones, violentos, perspicaces, cabrones.
Luego me dio por los zapatos. ¡Ja! Zapatos, sandalias, botines, todo el calzado en general. Otto iba mirando directamente a los zapatos de la gente por la calle. Zapatos de la gente con la que me cruzaba, zapatos de la gente de la acera de enfrente, zapatos de motoristas, zapatos de quiosqueros. Algunos dirán que era una excusa para mirarles las piernas a las chicas, pero para eso nunca hay excusa. Otros dirán que Otto practicaba así su archifamosa mirada perdida en los encuentros cara a cara. No. Hablamos aquí de pura diversión. Humanización de los objetos, personificación del cuero y los cordones, los agujeros de las botas, la punta roma o cuadrada, esos detalles que todo zapatero conoce bien.
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