"Recuerdo una escapada a las montañas hace años. Fui solo, lo necesitaba. Y no se me entendió, pero fui de todos modos. Y me albergué en la falda de una montaña, con el caudaloso río pasando a escasos metros de la habitación del hotel. Y salí, en busca de no se sabe qué, hacia la cima de la montaña menos elevada, la más asumible dada mi nula experiencia en la naturaleza.
Ascendí por el lado malo, claro. No me crucé con nadie. Si acaso un perro y a lo lejos un eco de risas de alguien que muy posiblemente me había visto haciendo el idiota. Y resbalones por aquí y vértigos por allá. No nevaba, pero había restos de hielo y nieve por doquier. Y seguía subiendo, ermita al frente, nubes bajo mis pies.
De repente una tristeza infinita, una sensación de aislamiento radical, un pequeño grito de comprobación del abismo, el silencio. Y me siento en la ladera de la montaña para descansar. Y estoy dos minutos tranquilamente recostado, pensando en alguna película o novela que me dé pistas de comportamiento, alguna idea amiga para llevarlo mejor. Pero nada. Bueno, sí, que no me atrevo a levantar. Tal como suena. Una especie de vértigo y temblor, un bloqueo físico de rodillas y tobillos. Mi culo aposentado en la hierba helada, mi cabeza en su sitio pero no. Y que no me levanto, que no. Pausa, respiración honda. Venga, que me levanto y...¡al suelo!
Me da un pasmo, me pongo muy nervioso y -oh, nenaza de mierda- rompo a llorar imaginando que me quedaré congelado en medio de los Pirineos sin que nadie se percate. Segundo intento: tiemblo todo yo, me sostengo un poco pero no puedo caminar. Paralizado estoy, el vértigo no se va, decido no mirar abajo. Y miro. Hay cientos y cientos de metros, quizá un millar de metros, y todo es tan diminuto allí. No miro, ahora de verdad, giro sobre mí mismo y me da más vértigo aún. Entonces, como un animal malherido, me dispongo a descender con el culo a ras de suelo, derrapando como un niño que se ha cagado encima y le da apuro que lo vean. "No mires abajo", me dice mi otro yo pretendiendo transmitir calma. Y el hielo hace de las suyas en mis posaderas y sigo bajando lentamente. Y pienso que si alguien me está viendo se partirá de risa contando cómo el urbanita que subió al monte por donde no debe está bajando por donde no sabe. De pena. De lagrimita. Y al llegar allí donde el vértigo cesa, alzarse y volver al hotel. ¡Qué gran aventura en el monte, llorica!"
Si yo fuera otro, pues las cosas hubieran ido, claro,
de otra manera. Jau.