miércoles, 3 de noviembre de 2010


Leo en el blog de un amigo una entrada referente a la fe en la palabra. Fe que se ha perdido, olvidado y masacrado a sabiendas. Paralelamente recuerdo un par de correos electrónicos enviados por mí hace menos de una semana a dos personas que merecían un toque de atención por algo que habían hecho. Que me habían hecho. Curioso. El efecto de mis correos fue devastador. Logré mi objetivo: disculpa y entuerto en vías de resolución. El afectado era yo, en este caso, y decidí confiar en la palabra. Palabra escrita. Palabra al fin y al cabo. Confiar en las cosas bien dichas, claras, concisas y, si me apuran, incisivas. Oh. Vuelvo a lo que comentaba mi amigo: qué raro es volver a hablar claro en estos tiempos oscuros. Qué inocente confiar en una reacción mesurada, previamente reflexionada pero al mismo nivel de confianza que la del mensaje enviado. No. Las dos respuestas a mis dos respectivos correos han sido: malinterpretadas, sacadas de contexto y, por lo tanto, mal respondidas y de malas maneras. ¿Si yo confío en que el mensaje estaba claro -Y LO ESTABA- porqué se me ha entendido mal? ¿Por qué no somos capaces de volver a hablar claro en estos tiempos? Uno se me enfada y me recrimina cierta falta de "trabajo en equipo". El otro se disculpa y apela a los sentimientos para calmar mi ira, pero no entra al trapo. ¿Ya no sabemos solucionar entuertos? ¿Ya no queremos solucionarlos? Un grito y un mail extrañísimo después, la vida continuaba con la misma mediocridad y tontería. La fe en la palabra (escrita, dicha, vociferada, locutada...) otra vez ha perdido la batalla. ¿Solución? Nadie la busca ya. Dejemos que las cosas vayan sucediendo. Las iremos viendo pasar y tan frescos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario