miércoles, 23 de noviembre de 2011

Falling down...

Hay algo que me fascina especialmente de la especie humana, por muy avanzada que esté en ciertos aspectos. Hablo de la búsqueda voluntaria del tropiezo. Del golpe, del porrazo conocido, el resbalón. Colocarse la piedra en el camino voluntariamente. Nos gusta, no nos engañemos. Conocemos nuestros defectos y los olemos cuando están cerca, los sacamos a relucir cuando toca -cada uno sabrá cuando toca- y evidentemente nos tropezamos, como no podría ser de otra forma. Porque así lo hemos querido, así lo hemos esperado. ¡Qué feo sería defraudarse a uno mismo en algo tan personal! Si conozco mi defecto, ¿por qué no podría sucumbir solo una vez más? Y claro, nunca es "solo una vez más". Caemos y caemos y caemos y lo vemos venir y caemos de nuevo.
Me gustan muchas historias en las que el defecto es parte natural, casi genética (casi siempre lo es) de la persona que lo adquiere. Me refiero a la kriptonita de Superman, la tele de araña de Spiderman...¿se me entiende? Nada como tener la semilla de la autodestrucción dentro de ti mismo y sacarla a la palestra. De hecho, creo que el modo más noble de caer en un pozo es tirándose uno mismo por esa atracción hacia el abismo, ese trampolín al que subimos cuando pertoca y desde el que miramos al vacío más absoluto. Nuestro vacío, ese que conocemos de sobras e intentamos evitar en el día a día. Pero está ahí, detrás de varias capas, mirándote, guiñándote el ojo, susurrándote.
Recordando una lectura muy antigua y a la vez muy actual, "Ética a Nicómaco", Aristóteles decía aquello de las pulsiones. Sí, algo que me sigue carcomiendo las entrañas: ¿por qué seguimos haciendo cosas que no (nos) conviene hacer? ¿por qué, sabiendo las consecuencias de ciertas acciones, sabiendo que harán daño, continuamos haciéndolas?





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