miércoles, 9 de noviembre de 2011


Me dan bastante envidia los escritores que saben describir un paisaje sin parecer demasiado explicativos, demasiado descriptivos o demasiado accesorios.
Recuerdo unos deliciosos entreactos de Valle Inclán que me dejaron patidifuso cuando los leí. Recuerdo a John Fante y una ciudad de Los Angeles que yo recreaba en mi mente como si estuviera allí. Recuerdo también descripciones brillantes de Fitzgerald, Durrell, Verne y Golding. Pero nunca sé en qué medida hay que describir un paisaje. ¿Alguien se acuerda de "Las afinidades electivas", de Goethe? La edición de La Oficina con láminas de Friedrich es sencillamente bestial.
¿Cómo describir un paisaje real? ¿Cómo hacerlo especial? ¿Cómo darle ese "algo más" que obliga a mirar al mismo paisaje con nuevos ojos? ¿Cómo conseguir añadirle algo al paisaje físico, al paisaje emocional incluso?

Ejemplo que da envidia:

"La locomotora emitió un grito ronco. Había alcanzado el Semmering. Durante un minuto los negros vagones descansaron en la luz plateada de las alturas, arrojaron unas cuantas personas, se tragaron otras, unas voces enojadas cruzaron de un lado a otro, después la máquina enronquecida volvió a gritar allí delante y, traqueteando, arrastró la oscura cadena hacia abajo, en dirección a la entrada del túnel. Nítido, extenso, y con fondos claros, barridos por el viento húmedo, volvió a aparecer el paisaje."

Stefan Zweig, "Ardiente secreto". Traducción de Berta Vias. Ed. Acantilado.

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