No es un ningún misterio que las canciones provocan estados de ánimo. Pasear por ahí y encontrarse con que el modo random del Ipod ha decidido que para entrar en la oficina debe sonar “Metal On Metal”, de Kraftwerk. O que para salir a comprar el pan el sábado morning te acompañe “The Joker”, de Steve Miller Band. O el revés que supone oir -que no escuchar- sintonías anodinas de emisoras anodinas mientras uno se pide un té, y tiene que aguantarse maldiciendo las radio-fórmulas. También se dan casualidades mágicas cuando de repente te pones a silbar algo de
Pero también ocurre lo contrario. Es decir, ponerse música para generar un estado de ánimo, acompañarse de rabia o ternura o melancolía cuando uno se pone rabioso, tierno o melancólico. Otto sabe enfadarse con bandas sonoras muy concretas, preparar la cena mientras suena Kings Of Leon de fondo o llorar con temas de esos que hemos grabado a propósito en un CD-R guarro que no tiene portada ni la merece.
Y también está lo de vivir en una canción. Sí, sí, QUERER VIVIR en una canción. No ya por el estado de ánimo que provoca (uno puede querer vivir en una balada lacrimógena o en un tema de Slayer forever y no pasa nada), sinó por la comodidad de respirar allí, de cobijarse, de sentirse como en el útero materno. Otto tiene un sketch aproximado de canciones donde podría vivir, que viene a ser algo así como “novelas que uno se llevaría a una isla desierta” (como si en una isla desierta te vinieran ganas de leer, desde luego…), pero siempre está revisándolo, faltaría. Así, a bote pronto, surgen “Beast of Burden”, de The Rolling Stones, “Rave On”, de Buddy Holly, “I Want You” de Bob Dylan, “Seventeen Seconds”, de The Cure, “Sunny Afternoon”, de The Kinks, “Cowgirl in the Sand”, de Neil Young, “Cure for Pain”, de Morphine y tantas otras. Éstas son canciones para congraciarse, de duración y tempo exactos, de comienzos y finales insuperables. Yo quisiera vivir en una canción de los años 50, tipo “Yakety Yak”, de The Coasters, o en la bellísima “Everyday” del ya mencionado Holly, o ya puestos a pedir, en “Wheel of Fortune”, de Jay Starr, que me pone la piel de gallina. Pero mi sueño sería vivir en cualquier tema de Hank Williams, a quien re-escucho estos días. Su estilo es infeccioso, repetitivo, adictivo como pocos. Sus canciones generan algo extraño, te quitan y te ponen años en un segundo, te sacuden, te mueven. Son canciones con pegada. Desde “Jambalaya” a “Crazy Heart”, de “Howlin´ At The Moon” a “I Won´t Be Home No More”. Parecen casi siempre la misma canción -sin serlo-, son como un mantra entonado en medio del desierto de Arizona, o como el gasoil que hace mover las ruedas de una furgoneta destartalada en Wichita Falls. Otto imagina mil situaciones donde la música de Hank Williams encaja sin problemas, pero no sabe cómo hacer para vivir DENTRO de una canción de Hank Williams. Vivir en “I Can´t Help It If I´m Still In Love With You”.
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